La actividad volcánica produce en general, contaminación natural, ya sea a través de las emanaciones gaseosas o de las denominadas “lluvias de cenizas”.
Los gases disueltos en el magma son liberados durante una erupción, siendo los más importantes el vapor de agua, dióxido de carbono, monóxido de carbono, óxidos de azufre, hidrógeno, nitrógeno, flúor, cloro, boro y arsénico. Tanto los compuestos de azufre como los cloruros y fluoruros reaccionan con el agua para formar ácidos tóxicos, los cuales aún en concentraciones bajas son nocivos para la vista, la piel y el sistema respiratorio de los seres vivos. La vegetación puede ser severamente dañada por ésta “lluvia ácida” (ej.: volcán Lonquimay, Chile, la erupción de 1988 fue inusualmente rica en flúor, con efectos catastróficos sobre la flora silvestre y cultivos aledaños).
Los efectos nocivos de los gases volcánicos generalmente quedan restringidos a un radio de 10 km. del centro emisor. Sin embargo, las erupciones explosivas de gran volumen, pueden determinar la formación de un velo estratosférico de polvo y aerosoles ácidos; estos pueden provocar efectos climáticos de alcance local hasta regional (ej.: volcán Tambora, Indonesia, la erupción de 1885, considerada como la de mayor magnitud registrada en tiempos históricos, produjo una prolongada reducción de la visibilidad y disminución de la temperatura media en 0,5°C aproximadamente).
Por otra parte la actividad volcánica es altamente contaminante del medio hídrico (escurrimiento superficial y subterráneo) en las adyacencias del centro emisor. Tanto los gases disueltos como las partículas sólidas pueden afectar en diverso grado la calidad del agua, comprometiendo el abastecimiento de agua potable para los seres humanos y la disponibilidad de aguadas para los animales. Además, las cenizas ponen en riesgo la salud de las personas y de los animales debido a los trastornos ocasionados en sus aparatos respiratorio y digestivo.
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